El ensayo no suele ser un género popular para la mayoría de quienes leen. Escuchas “ensayo” y lo probable es que pienses en “academía”, “intelectual”, “palabras rebuscadas”, “complejidad”, “texto enredado”. Los lectores, en su generalidad, se sienten más llamados a las novelas, a los cuentos, a la poesía.
Por eso me sorprendí cuando en algún momento del año 2021 empecé a encontrarme con mucha frecuencia reseñas, comentarios de boca en boca y publicaciones en línea sobre un ensayo particular: “El infinito en un junco”. Parecía que todos y todas leían el ensayo, incluso aquellos que no leen ensayos. Publicado por primera vez en 2019, para finales del año pasado había vendido más de un millón de ejemplares y su autora, Irene Vallejo, filóloga de profesión, se ha catapultado en una especie de “rockstar” literario.
El libro aborda la historia del… libro, y lo hace desde un recorrido que abarca, primero, la transmisión del conocimiento y las historias humanas desde la oralidad, y pasa por cómo logramos convertir el sonido de las palabras en imágenes, o sea, letras, y de cómo esas letras buscaron soporte y de cómo esos soportes se convirtieron en libros.
¿Pero por qué ese ensayo en particular ha llegado a tanta gente y es acogido con tanta emoción? Lo descubrí hace poco, cuando adquirí su versión digital (me perdonan). No es que lees un ensayo, es que Irene logró romper con cierto intelectualismo ensayístico y convertir la lectura de “El infinito en un junco” en la voz de quien enseña lo que ama desde lo vivido y sabe que ese amor puede ser transmitido como la maestra que enseña, pero que también aprende.
Y ese enseñar y aprender la ha llevado a muchos lugares. Una escritora en gira que habla de un libro sobre los libros, y cuya agenda incluyó a República Dominicana.
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Llegué 40 minutos antes de iniciar, a las 5:20 de la tarde. Empujada por un aguacero temprano y por el temor a los tapones de Santo Domingo, salí bastante temprano de mi zona residencial periférica. No fui la única que tomó la precaución. Encontré una fila en la puerta del Auditorio del Banco Central. Luego de la verificación del pase, me acerqué a un puesto de ventas de libros de Irene Vallejo.
La mayoría de los ejemplares eran de “El infinito en un junco”, en todas las ediciones posibles: de bolsillo que no era de bolsillo, con una letra pequeñita; la normal, de tapa blanda; la de tapa dura con las orillas de las páginas pintadas de tal manera que formaban figuras que emulaban la espiga de un junco en un fondo azul, o verdoso, cuando el libro está cerrado; la de versión comic. Pero también había otras obras de Irene: El silbido del arquero (2015) y el inventor de viajes (2023).
Como había leído la edición digital, compré la impresa, la más barata de la mesa, la de bolsillo que no era de bolsillo con las letras pequeñitas. Sabía que había firma de la autora al final del conversatorio con el escritor dominicano José Mármol.
Entro al auditorio con la decimosegunda edición en la Argentina, de marzo de 2025. Según una reseña de El Heraldo de Aragón, para mayo del año pasado, la editorial Siruela llevaba 50 ediciones del “El infinito en un junco”, que ya se había traducido en ese momento a 40 lenguas (idiomas) y estaba en venta en 70 países. En enero de este año fue editado por primera vez en arabe.
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6:20 de la tarde. Irene tiene un vestido rojo, combinado con unos zapatos del mismo color. Sonríe. Tiene un rostro sonriente, un estado de relajación feliz, incluso cuando no sonríe. Mientras se pronuncian las palabras protocolares de los encargados de la actividad, de la Fundación Mar de Palabras, rodeo con la mirada el auditorio. Está lleno. Quizás hay una que otra butaca vacía, posiblemente producto de una congestión vehicular de la que después me enteraré fue agudizada por una avería en la línea uno del Metro.
Tomo mi móvil. Busco información. El salón tiene 723 butacas, distribuidas en dos niveles: 486 en el primero y 237 en el segundo. Para la actividad solo se usan las del primer nivel. Al ojo, hay unas 450 personas.
Antes de empezar, muestran en pantalla una secuencia de fotos de Irene, tomadas por Daniel Mordzinski, quien es llamado “el fotógrafo de los escritores”. En varias aparece su esposo, Enrique Mora, que también es fotógrafo. Irene con el mar Caribe de fondo, Irene con las edificaciones de la Ciudad Colonial, Irene y Enrique con los brazos entrelazados.
Mármol presenta el conversatorio y a Irene. La escritora agradeció el espacio dado por las palabras del colega dominicano, pues se confiesa emocionada hasta casi las lágrimas luego de ver las fotos. Saluda a los organizadores de su visita, a Mármol por compartir en escenario con ella y a todos. Entonces, llega la primera pregunta.
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Irene habla de sus padres, jóvenes y enamorados en la dictadura franquista, cuando su futuro padre regalaba el poemario “Trilce”, del peruano César Vallejo, a su futura madre. El libro estaba prohibido. Ambos, como muchos otros en esa época, comenta Irene, leían a escondidas ese y otros libros, amparados en una red de secretismo librero, y supongo que de riesgos. Mientras ella habla, pienso que la historia de los libros, como la Historia en mayúsculas, suele ser circular.
Comenta sobre su abuelo, maestro rural. “Él siempre mantuvo esa vocación inmensa que le llevó a elegir el el oficio de maestro y eso es algo que él me transmitió”. Defiende la importancia de la enseñanza, la importancia de quienes enseñan, a pesar de las condiciones adversas con las que enseñan en muchos lugares. “Para mí esa es la raíz principal del humanismo cuando hablo del humanismo. De tender la mano a los niños y llevarlos por ese camino sucesivo del del aprendizaje y yo creo que en mi familia esta era la gran épica íntima”.
José Mármol pregunta nuevamente y hace referencia a una cita que Irene mencionó el día anterior, el martes 18 de noviembre, cuando recibió el Doctorado Honoris Causa por la Universidad Apec. "No nos deslumbre el poder ajeno. El poder es siempre efímero". La cita es de Pedro Henríquez Ureña.
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Para muchos, Pedro Henríquez Ureña sólo es el hijo de Salomé Ureña, la “poetísa” nacional (fue más que eso). Es el que aparece junto a la imagen de su madre en la papeleta de quinientos pesos, el protagonista del poema “Mi Pedro”: Cuando sacude su infantil cabeza/el pensamiento que le infunde brío, /estalla en bendiciones mi terneza/y digo al porvenir: ¡Te lo confío!
Salomé no pudo ver mucho del porvenir de su hijo, quien tenía 13 años cuando falleció en 1897. No lo vío publicar su primer libro, ni convertirse en un intelectual de referencia en la región, ni su periplo por varios países, ni sus aportes y su labor humanística a partir de la educación, ni su desencantó cuando se marchó en 1933 de la República Dominicana, donde llegó en 1931 luego de aceptar una invitación para ocupar la Superintendencia General de Enseñanza. No regresó. El eterno extranjero, como lo bautizó la periodista argentina Leila Guerriero en una crónica-perfil que hizo del intelectual dominicano, quien murió de un infarto el 11 de mayo de 1946 en un tren, cuando iba camino a La Plata, Argentina, a dar clases a un colegio.
“Pedro Henríquez Ureña fue un gran humanista, a pesar de haber nacido en un pequeño país como Santo Domingo, fue un gran maestro, un modelo de maestro y de latinoamericano. El nos enseño a buscar la palabra justa, a rehuir el purismo académico, y la novedad estúpida, a hablar correctamente el castellano, nos enseñó el misterio y los matices del castellano, donde cada hombre debe hablar con su acento regional, pero todos el mismo castellano”, dijo el escritor argentino Ernesto Sábato sobre su maestro en una entrevista que ofreció 1977.
En otra entrevista, Sábato apuntó: “Se me cierra la garganta al recordar la mañana en que vi entrar a ese hombre silencioso, aristócrata en cada uno de sus gestos que con palabra mesurada imponía una secreta autoridad: Pedro Henríquez Ureña. Aquel ser superior tratado con mezquindad y reticencia por sus colegas, con el típico resentimiento de los mediocres, al punto que jamás llegó a ser titular de ninguna de las facultades de letras”.
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Irene se confesó admiradora de Henríquez Ureña, filólogo como ella. “Esa cita tiene una vigencia extraordinaria, como cuando dice Pedro, "Demos a todos los hombres el alfabeto". Ese podría ser quizá, el tema, el lema, el esqueleto y la columna vertebral de El infinito en un junco. Es la historia de cómo estamos intentando dar el alfabeto a todos los hombres y mujeres, por supuesto. Y entendemos también que, como continúa diciendo Pedro Henríquez Ureña, demos a cada uno las herramientas mejores para trabajar al servicio de todos”.
Agregó Irene que “muchas veces la sensación de vacío o inutilidad de nuestros esfuerzos tiene que ver con que no encontramos el sentido, y el sentido está en tender la mano a los demás. Decía también Pedro Henriquez Ureña, "Esforcémonos por acercarnos a la justicia social y a la libertad verdadera”.
Al finalizar sus comentarios sobre Pedro, el eterno extranjero, la escritora dijo que “Yo, como Pedro Henríquez Ureña, tengo la ingenuidad de pensar que los libros, la lectura, las palabras, el lenguaje conciliador son la mejor de nuestras esperanzas y todavía pueden resolver todos los errores, desenmarañar los conflictos, desanudar los miedos, los terrores y los enfrentamientos”.
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El conversatorio continúo con Mármol invitando a Vallejo a rodear el eje del conversatorio, titulado “El poder de la palabra contra la palabra del poder”. La escritora prefiere no ser categórica, y habla desde otro lugar, desde un poder que posiblemente nazca de la cercanía con la que habla, y escribe, que interpela desde la vivencia y busca hacernos comunidad, si le dejamos.
“Creo firmemente que la lectura es una manera de afianzar la comunidad. Aunque se lee en soledad y también se escribe en soledad, de alguna manera, sorprendente y asombrosa, esas dos soledades se convierten en algo colectivo, porque cada vez que leemos estamos asomándonos al mundo, estamos entrando en las mentes de otras personas, estamos dialogando”.
Cuando se le pregunta sobre las prohibiciones de libros (se hace hincapié en Estados Unidos), Irene habla de una paradoja. El fuego que en muchas ocasiones se utilizó para quemar libros, posiblemente fue el epicentro que convocó las primeras reuniones en que los seres humanos empezaron a contar y a contarse. También señala la necesidad de defender los libros, pero de leer con criticidad, debatir con ellos. “Es importante defender la libertad de los libros y de la lectura”, apunta.
Dirige sus comentarios a otra contradicción aparente frente a ciertas actuales persecuciones contra los libros. “Desde hace muchos años nos dicen que los libros ya no importaban, que habían sido orillados por las pantallas, casi que los libros venían a ser un fósil de otros tiempos y la realidad es que no es así, nadie se dedica a prohibir, y a perseguir, aquello a lo que no le concede algún poder o alguna importancia”. Más adelante, dice: “es un error pensar que cada novedad borra y reemplaza las tradiciones. El futuro avanza siempre mirando de reojo al pasado”.
Por esta vía llega la pregunta que no se puede quedar, las pantallas y la lectura. “Me niego a hablar mal de la tecnología”, expone para sorpresa, quizás, de algunos. Su respuesta viene de un lugar personal, su hijo, quien necesitó cuidados sostenidos por la tecnología médica cuando nació. La tecnología posibilitó la vida de su hijo.
“Las nuevas tecnologías, las pantallas, internet, nos brindan posibilidades enormes, pero tampoco tenemos que idealizarlas de una manera absoluta y sin concesiones. Tenemos que saber que hay peligros, que hay riesgos, que hay usos abusivos, que también las redes sociales, internet, las pantallas potencian eh algunas situaciones a las que estamos expuestos y a las que están expuestos los jóvenes y que tenemos que ser muy conscientes de eso. Hay que abrir una un debate, y entender cómo podemos protegernos de esas facetas, pero sin renunciar a lo mejor que pueden ofrecernos”.
Recuerda también algo que olvidamos, que los libros son una tecnología, una que revolucionó el mundo en su momento. “Los libros mismos pueden ser perversos y dañinos, pueden ser portadores de discursos de odio, puede haber libros para justificar el racismo, la misogamia, claro que sí. Entonces, todo lo que está en nuestras manos, todo lo que creamos, todo lo que hacemos puede ser utilizado mejor o peor. Y eso es una responsabilidad, creo que no solo individual, sino muy principalmente colectiva. Y por eso creo que tenemos que volver otra vez al eje central, la educación”
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Me alargo. Irene habló de muchas otras cosas: cuidar la palabra, no sólo la escrita, sino la oral; aprender de la historia recuperada y guardada por los libros, el valor de la palabra. En algún momento se dirigió al público en femenino, porque notó algo muy evidente, la mayoría de las casi 500 personas allí presentes eran mujeres.
Y de mujeres en mayoría estaba compuesta la fila para la firma de libros, que empezó a eso de las 7:40 de la noche y que se extendió hasta las casi 11 de la noche. Mientras Irene firmaba cada ejemplar, luego de saludar, sonriente y con esa actitud acogedora tan extraña entre quienes se hacen famosos escribiendo libros, su esposo Enrique tomaba el móvil de cada persona que se acercaba a la mesa y le tomaba fotos para la ocasión. Ambos agradecen la atención, la admiración y la cercanía.
Al día siguiente, converso con una querida maestra de San Cristóbal, a quien saludé entre todos los conocidos del conversatorio. Ella no pudo quedarse a la firma de Irene en el auditorio, pero sí pudo obtenerla en su ciudad, cuando la escritora compartió con estudiantes del programa “Loyola Escribe”, del Instituto Politécnico Loyola. “Le hicieron un libro en forma de papiro. Ella estaba muy emocionada”.
Ni en las redes, ni en las páginas webs informativas hay referencias de esa actividad. Reviso el perfil de Irene en Instagram. Tampoco ha subido ninguna foto de San Cristóbal. Antes de cerrar la pantalla, me detengo en la primera imagen que compartió en su perfil de esta red social de su visita a República Dominicana. Es una foto de una proyección en que se leen palabras de origen taíno que usamos en castellano (español), pues una de sus primeras visitas en el país fue al Centro Cultural Taíno Casa del Cordón en la Ciudad Colonial.
Lamenté que a Irene no le mostrarán las otras herencias dadas al español, castellano, no solo caribeño, traídas por las mujeres y hombres africanos a América, como bachata, que nombra ese ritmo que se ha hecho tan famoso y fue declarado por la Unesco patrimonio de la humanidad en el mismo año en que comenzaba el peregrinar de su famoso ensayo.
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